Llegamos al tercer capítulo de El niño maldito, en el cual Albus por fin descubre si será Slytherin o no.
Aquel año, el otoño se adelantó. El primer día de septiembre trajo
consigo una mañana tersa y dorada como una manzana, y mientras la pequeña
familia cruzaba corriendo la ruidosa calle hacia la enorme y tiznada estación,
los gases de los tubos de escape y el aliento de los peatones relucían como
telarañas en la fría atmósfera.
Pero la paz duró poco porque James reanudó la discusión que ya
había tenido con Albus en el coche, sólo por pura diversión.
―¡No, señor! ¡No van a ponerme en Slytherin! ―A Albus le temblaba
el labio inferior.
―¿Quieres parar ya, James? ―dijo Ginny.
―Sólo he dicho que podrían ponerlo en Slytherin ―se defendió
James, sonriendo con burla a su hermano pequeño―. ¿Qué tiene eso de malo? Es
verdad que a lo mejor lo ponen…
Los Potter llegaron hasta la barrera, Ginny no podía hacer otra
cosa que calmar a la inconsolable Lily.
James, por su parte, miró a su hermano pequeño por encima del
hombro, con cierta chulería; luego cogió el carrito que conducía su madre y
echó a correr. Un instante después de había esfumado.
Encontrar a su prima Rose al otro lado de la barrera cuando la
cruzaron fue un alivio para Albus, un alivio que acabó en cuanto James le soltó
otra pulla sobre los thestrals. Estaba harto de que su hermano lo molestase a
todas horas y de ser siempre el blanco de sus bromas. Su padre le había dicho
que no se creyese todo lo que le contase sobre Hogwarts pero, aun así, le
molestaba bastante que James no lo dejase en paz.
―¿Y si me ponen en la casa de Slytherin? ―susurró en voz baja para
que sólo lo oyera su padre, y éste comprendió que sólo la tensión de la partida
podría haber obligado a Albus a revelar lo enorme y sincero que era ese temor.
―Albus Severus, te pusimos los nombres de dos directores de
Hogwarts. Uno de ellos era de Slytherin, y seguramente era el hombre más
valiente que jamás he conocido.
―Pero sólo dime… ―Quería un consuelo mejor que ese.
―En ese caso, la casa de Slytherin ganaría un excelente alumno,
¿no? A nosotros no nos importa, Al. Pero si a ti te preocupa, podrás elegir
entre Gryffindor y Slytherin. El Sombrero Seleccionador tiene en cuenta tus
preferencias.
―¿En serio?
―Conmigo lo hizo ―afirmó Harry.
Ese detalle nunca se lo había contado a sus hijos, y Albus puso
cara de asombro. Pero las puertas del tren escarlata se estaban cerrando, y las
borrosas siluetas de los padres se acercaban a los vagones para darles los
últimos besos y las últimas recomendaciones a sus hijos. Albus subió al fin, y
Ginny cerró la puerta tras él.
El tren se puso en marcha y Harry caminó unos metros a su lado por
el andén, contemplando el delgado rostro de su hijo, encendido ya de emoción.
Albus y Rose empezaron a buscar un compartimento, pero ya estaban
casi todos llenos hasta rebosar.
―No debí de haberme entretenido con mi padre.
―No te preocupes, Al, seguro que hay algún sitio libre.
Tuvieron que andar hasta la cola del tren para encontrar un
compartimento casi vacío, ocupado sólo por un chico negro y un niño rubio muy
pálido.
―Hola ―dijo el primero, levantándose a saludar.
―Hola ―respondieron Rose y Albus, mirándolos a ambos.
―Me llamo Gary, Gary Thomas ―se presentó el que estaba en pie,
ignorando al rubio―. Podéis sentaros si queréis.
―Albus Potter ―le estrechó la mano―, y mi prima Rose.
―Vaya ―dijo él, bastante asombrado ―vuestros padres fueron a
Hogwarts con los míos.
―¿Quiénes son ellos? ―preguntó Rose.
―Dean y Padma Thomas.
Rose se sentó junto a Gary y Albus con el chico rubio, pero tan
pronto lo hizo él se levantó y se marchó a paso firme.
―¿Qué mosca le ha picado? ―preguntó Albus mirando hacia la puerta.
―¿No es obvio? ―apuntó Rose―. Era Scorpius Malfoy, mi padre me lo
señaló en la estación.
―No me ha dirigido la palabra ―contó Gary―. Cuando llegué él ya
estaba aquí sentado, es muy raro.
―Debe de ser el centro de muchas miradas, como nosotros, Al, pero
al contrario.
―James ya acapara todas las miradas Rosie, no te preocupes. ―Casi
por instinto, Albus se aferró al colgante.
―¿Vais a empezar este año en Hogwarts, no? ―preguntó Gary.
―Sí, ¿tú también? ―dijo Rose con una sonrisa. Albus creía que era,
sin contar a su tía Hermione, la persona más simpática del mundo.
―No, yo voy a entrar en segundo.
―¿En qué casa te pusieron? ―quiso saber Albus.
―En Gryffindor, como a mi padre.
Rose miró a su primo, al cual la respuesta de Gary le había sentado
como un puñetazo en el estómago.
―¿Y tu madre? ―insistió él―. ¿A qué casa fue?
―A Ravenclaw. Me hace gracia cómo funciona el sombrero. Ella tenía
una gemela, pero la mandaron a Gryffindor, por eso siempre me decían que no les
extrañaría que yo acabase en Hufflepuff o Slytherin, pero de todos modos…
Oyeron un grito en el pasillo y Gary calló. Los primos volvieron a
mirarse y Albus decidió salir a ver qué pasaba. Cuál fue su sorpresa cuando vio
al chico rubio que se había ido del compartimento, al tal Malfoy, discutiendo
con Roland Wool.
―¡Déjame en paz! ¿Quieres? ―Oyó que le decía al protegido del
profesor Longbottom―. ¡Dejadme todos en paz!
Entonces, otro chico salió del compartimento contiguo al de Albus
y gritó: «cállate, Scoria».
―¡¿Cómo?! ―reaccionaron a la vez Potter y Wool.
―Oh, Malfoy, veo que te has echado dos novios que te defienden ―se
burló de nuevo.
―¡Eh, tú! ―lo llamó Albus―. ¿Por qué te metes con él?
―¿Y a ti que te importa?
―No te ha hecho nada ―replicó Roland.
El chico apartó la vista de Albus, parecía haberse dado cuenta de
algo.
―Yo te conozco, te vi en el callejón Diagon este verano.
―¿Hal? ―se extrañó Roland.
―Claro.
―Oh, yo… ―Parecía que ya no sabía que decir.
―¡Queremos saber por qué te estabas metiendo con él! No te ha
hecho nada ―volvió a la carga Albus.
―Este hijo de mortífago molesta sólo con existir.
Albus quedó impactado con sus palabras, Scorpius se quedó mirando
al suelo y Roland, rabioso, sacó su varita.
―Los abusones… ―comenzó a decir con el rostro encendido y los
puños apretados―. Los abusones sí que molestan sólo con existir.
Apuntó al tal Hal y gritó: «¡tragababosas!».
Un rayo de luz verde dio de lleno en el estómago del chico, que
cayó al suelo ya vomitando babosas. Albus, Roland y Scorpius casi devuelven
también al ver semejante asquerosidad, aunque había alguien que lo encontraba
todo mucho más emocionante.
―Magnífico, un hechizo realmente magnífico. ―dijo un anciano, muy
gordo y con un gran bigote que le daba pinta de morsa―. Viridian, será mejor
que vaya a su compartimento a descansar, cuidado con las babosas no las vaya a
pisar. En cuanto a ti… ―Miró a Roland con sus ojos de grosella―. ¿Cómo te
llamas?
―Roland Wool.
―Ajá, Roland Wool, ¿y tú, muchacho? ―inquirió dirigiéndose a
Albus, quien carraspeó antes de presentarse.
―A-Albus Potter ―dijo dudando de si debía decir su apellido o no.
―¡Por las barbas de Merlín! ¡Albus Potter! Ahora mismo iba a
pedirle a uno de mis chicos que te buscase, quería conocerte. ¿Os gustaría
acompañarme a mi compartimento?
Roland miró a Albus confuso, como buscando una explicación. Albus
estaba seguro de que aquel hombre debía de ser Slughorn, uno de los profesores
más veteranos de Hogwarts. James le había dicho que todos los años seleccionaba
a los mejores estudiantes o a los más famosos (o sea, a los hijos de personas
influyentes) y formaba un club.
―¿Tú sabes quién es? ―le susurró a Roland―. Ha dejado a ese niño
rubio sólo en el pasillo, ni lo ha mirado.
―Enseña en Hogwarts, y creo que no le gusta la familia Malfoy, la
de ese chico ―contestó Albus, con hosquedad.
El profesor Slughorn los llevó a uno de los compartimentos en la
cabeza del tren, muy cercano al vagón restaurante. Dentro había varios alumnos:
Phillip McLaggen, un chico corpulento de la misma edad que ellos; dos gemelas
muy altas con pinta de serias llamadas Katrina e Isobel que ya llevaban sus
túnicas de Hogwarts; Peter Plumpton, un niño que también iba a Hogwarts por
primera vez y parecía no saber qué hacía con Slughorn; una chica con cara de
antipática llamada Prudence y otra, también negra como Gary Thomas, llamada
Clea Warbeck.
―Fijaos lo que he encontrado ―promulgó el profesor cuando
entraron―. Iba yo a buscar al señor Viridian cuando vi como este joven le
lanzaba la maldición tragababosas, ¿ha sido esta la primera vez que hacías
magia, muchacho? ―preguntó acercando sus enormes bigotes a Roland.
―Sí, señor.
―¿Y quién te ha enseñado ese maleficio?
―Lo-lo leí en un libro de Flourish y Blotts cuando fui a por mí
material al callejón Diagon ―titubeó Roland.
―¡Fascinante! ―Y se dejó caer en el asiento―, tengo ganas de ver
qué es lo que haces cuando lleves un mes en Hogwarts, lo mismo va por ti,
Potter ―añadió haciéndole un ademán para que se sentase a su lado―. En cuanto
al señor Viridian, tal vez no sea tan brillante como el resto de su familia, me
pensaré si le pido que se una al Club de las Eminencias cuando lleguemos a
Hogwarts. ―Slughorn murmuraba para sí mismo en voz baja cuando alguien más
entró en el compartimento: James Potter.
―¿Albus? ¿Qué haces aquí? ―preguntó extrañado cuando vio a su
hermano junto al profesor.
―¿No pensarías que iba a dejar al bueno de Albus fuera de nuestro
grupo, no James? ―dijo Slughorn con una risita―. Venga, siéntate tú también, y
Roland, no te quedes de pie tampoco.
James ocupó el sitio junto a su hermano y Roland se puso a su
lado. Hubo un silencio incómodo que sólo Slughorn se atrevió a romper.
―Harry Potter perteneció a este club, siempre lo digo, éramos uña
y carne. Yo cometí errores cuando, bueno, cuando era más joven, y el señor
Potter me los supo perdonar. Siempre se lo agradeceré, significó mucho para mí
ese gesto ―contó mirando a Albus―. Tú te pareces mucho a él, y a tu abuela.
Tienes sus…
―Sus ojos, sí, me lo dicen mucho.
―Oh, eso mismo me dijo tu padre cuando lo conocí ―dijo el
profesor, con emoción―. James en cambio se parece más a su abuelo. Dime, James,
¿tu hermana vendrá el año que viene a Hogwarts?
―Sí, señor ―respondió sin quitarle los ojos de encima a Albus.
―Fabuloso, fabuloso… ―aseveró Slughorn―. ¿Os apetece un poco de
hidromiel? ―preguntó, e hizo aparecer una botella y diez copas―. Dime, Peter,
¿cómo está tu padre? El Profeta dice que el negocio de las escobas va mejor que
nunca.
―Sí, el equipo de Inglaterra ha pedido la exclusividad. Creo que
el verano que viene podremos ir de vacaciones a Kenia, mi tío trabaja allí y
hace mucho que no lo vemos.
―Grandes magos tu padre y tu tío, y también tu abuelo y, por
descontado, tu bisabuelo. Es un honor para mí dar clases a la familia de
Roderick Plumpton, cuyas jugadas tanto me emocionaron cuando era joven ―sonrió
nostálgico antes de mirar a Albus―. ¿No quieres hidromiel, hijo?
―N-no, no señor, perdone.
Slughorn gruñó y miró a la chica corpulenta con cara de pocos
amigos.
―Señorita Paxson, ¿sigue su madre tan enfrascada en los
encantamientos experimentales como cuando estudiaba aquí? Me han dicho que
planea montar una academia en el callejón Diagon.
―Mi madre tiene muchos pájaros en la cabeza. No le extrañe que
mañana quiera presentarse a ministra de magia ―dijo cortante.
El profesor, que no se esperaba esa respuesta, pasó a interrogar a
McLaggen, quien era hijo de un alto cargo del ministerio. Albus creyó haber
oído el nombre de Cormac McLaggen alguna vez en casa, pero no podía asegurarlo.
Luego le llegó el turno a las gemelas Chapman; fueron quince minutos tediosos y
aburridos porque sólo hablaron de que su madre, una famosa traductora de runas,
había descubierto una vasija en la Bretaña francesa y llevaba traduciéndola
desde mayo. Al final de la entrevista, Albus tenía claro que nunca escogería la
asignatura de Runas Antiguas.
―Y ahora… ―continuó Slughorn, cambiando de postura con dificultad
para ponerse cara a cara con Albus y James―. Hete aquí, ¡los hermanos Potter!
¿Qué optativas has escogido este año, James?
―Aritmancia y Cuidado de Criaturas Mágicas ―contestó despeinándose
la coronilla (y exasperando a Albus).
―Vaya, Aritmancia es de las asignaturas más difíciles, ¿crees que
podrás con ella?
―Claro ―afirmó con una sonrisa en los labios―. Si tengo alguna
duda siempre podré preguntarle a mi tía Hermione.
―Por descontado, la señorita Granger, quiero decir… ―tosió―, la
señora Granger… Siempre me confundo, como no se cambió el apellido… ―Miró a
James, parecía haber perdido el hilo―. Bueno, a lo que iba, que tu tía fue una
alumna brillante, la mejor de su curso.
―Espero poder compaginar el quidditch con los estudios ―siguió
dándose bola James―. No se moleste, señor, pero Gryffindor debe volver a
aplastar a Slytherin en la copa este año.
El profesor rio divertido y pasó a Albus.
―Y tú, muchacho, ¿sabes ya en qué casa te van a poner?
Albus tragó saliva. De todos los temas posibles para preguntarle,
¿de verdad tenía que escoger ese?
―Espero que en Gryffindor, como a toda mi familia ―dijo mirando a
su hermano con timidez.
―Ojalá te pongan en Slytherin. ―Y al decir eso, a Albus le pareció
que Slughorn era la persona más insensible del mundo―. No tuve a tu abuela, a
mi querida Lily, tampoco a tu padre ni a tu madre, ¿acaso este viejo no merece
retirarse con el gusto de haber acogido a un Potter en su casa? ¿Eh?
―Usted es joven aún, profesor ―dijo McLaggen.
―Yo soy tan viejo como tu adulador, jovencito. Tengo ciento
diecisiete años, y subiendo sigo.
―¿De verdad tiene tantos años? ―saltó Roland, quien hasta entonces
se había mantenido oculto tras James―. Quiero decir, ¿cómo puede ser?
―¿Perdona, querido? ―se extrañó Slughorn.
―Digo que no puede ser que sea tan mayor. Con perdón, debería
haber muerto si es así.
Slughorn se echó a reír, derramando un poco de su hidromiel en el
suelo.
―Eres de familia muggle, ¿no?
―Algo así ―dijo Roland, y Albus entendió que no quisiese contarle
la verdad a aquella morsa con bigotes.
―Verás, hijo, los magos tenemos una esperanza de vida mayor que la
de los muggles, así que lo mismo tu aguantas vivo hasta mediados del próximo
siglo, ¿quién sabe?
Roland apretó los labios con sorpresa. Albus recordó que
Ollivander también había mencionado algo sobre la esperanza de vida mágica
cuando fueron a su tienda.
―Recuerdo el primer año en el que di clases, qué tiempos
―suspiró―. Yo era un joven muy solitario y Hogwarts era mi hogar, así que volví
al poco de salir, por costumbre, supongo. El profesor Black era director en
aquel momento, un gran hombre, yo le tenía aprecio. El caso es que ese año tuve
un alumno, de primero y de mi casa, que era brillante. Y fijaos, aún vive y nos
seguimos carteando, una costumbre que tengo con todos mis antiguos pupilos. Tu
propia bisabuela, Clea ―dijo mirándola―, que acaba de cumplir el siglo, fue
alumna mía, y que estuviera en Gryffindor no impidió nuestra amistad…
Inició una larga perorata sobre Celestina Warbeck, la primera de
las anécdotas sobre magos ilustres a los que Slughorn enseñó en Hogwarts. Así
estuvo hasta que empezó a oscurecer y llover.
―¡Por las barbas de Merlín! Si es que no hay nada como una buena
conversación para que el tiempo pase volando, ¿no? ―El profesor estaba muy
animado, pero todos parecían discernir en lo que consideraba una buena
conversación―. McLaggen, da recuerdos a tu padre cuando le escribas. Katrina,
Isobel, mantenedme al tanto de los avances de vuestra madre. Albus, James,
venid a verme cuando queráis. Y lo mismo os digo a vosotros dos ―añadió
guiñando un ojo a Roland y Clea―. ¡Venga! Id a poneros las túnicas.
Albus, nervioso, miró por la ventana y pensó en lo cerca que
estaba de la Selección. Fue a salir y entonces James le dio un empujón y le
lanzó una mirada que pretendía ser divertida.
―Venga, Al, tómate la vida con más calma. No seas tan serio.
Pero él no le devolvió la sonrisa.
Cuando regresaron al compartimento, vieron que el tal Malfoy había
vuelto. Estaba sentado entre Rose y otra chica a la que Albus no conocía.
―¿Dónde habéis estado todo el día? ―quiso saber su prima. Ya
llevaba puesta la túnica de Hogwarts―. Os habéis perdido el carrito de los
dulces.
―Slughorn ―se limitó a contestar Albus, como si eso lo explicase
todo―. ¿Estás bien? ―dijo a Malfoy, quien asintió.
―Gracias por ayudarme.
―Dáselas a Roland, fue él quien embrujó a ese imbécil.
Roland se sonrojó y sonrió a Albus.
―Fue sin darme cuenta. No soporto las injusticias.
―Me llamo Scorpius. ―Extendió la mano, para estrechar la de Albus,
quien la aceptó. Luego hizo lo propio con Roland.
―Yo soy Delia ―dijo la desconocida que se sentaba a su izquierda,
junto a la ventana.
―Hola ―saludaron Albus y Roland al unísono.
La tal Delia era una chica de pelo moreno y ojos grises que
parecía sonreír risueña todo el rato. A Albus le resultó bastante simpática,
aunque un poco parlanchina.
―Debe de ser chocante para ti, ¿no? ―le preguntó a Roland―. Todo
un mundo nuevo… Supongo que te sorprenderá cualquier cosa.
―Eh, bueno, sí… ―titubeó mirando a Albus en busca de ayuda―.
Neville… Quiero decir, el profesor Longbottom, me explicó algunas cosas cuando
me entregó la carta.
―Lo que yo quiero saber ―recordó Albus― es de qué conocías a ese
tal Hal.
―Del callejón Diagon. Cuando fui con Ne… El profesor Longbottom a
Flourish y Blotts, me quedé ojeando un libro de embrujos en la entrada.
Apareció Hal y me dijo que ese libro lo había escrito un antepasado suyo, se
presentó y estuvimos hablando, aunque sería mejor que dijera que el único que
habló fue el. Luego me preguntó que si quería acompañarle a Sortilegios
Weasley, acepté y el resto ya lo conoces.
―Pero él no estaba contigo cuando nosotros llegamos.
―Su madre vino a buscarlo antes de eso. Entonces conocí a tus
hermanos.
Se quedaron en silencio, sólo oyendo el traqueteo del tren sobre
las vías y el maullido constante de Menelaus.
―Al, no me has dicho como se llama tu lechuza ―le dijo su prima.
―Paris, se llama Paris.
―La mía Hobb ―comentó
Gary.
―Mi madre quería que yo tuviese un gato ―se puso a explicar Rose.
Albus sabía que ella tenía que dar siempre todos los detalles para contar
cualquier cosa―. A mí, la verdad, es que no me hacen mucha gracia, así que le
pedí a mi padre una lechuza, casi todo el mundo tiene una, ¿no? Yo le he puesto
Puckle.
―Pues yo tengo un gato ―dijo Scorpius algo cortado―. Me lo compró
mi madre cuando cumplí cinco años, se llama Hades.
―Yo quería traer a mi crup
―contó Delia―, pero mis padres no me dejaron. Me lo regalaron cuando tenía dos
años y desde entonces nunca nos hemos separado. Me miraba con una carita de
lástima cuando me despedí de él…
Una voz que retumbó en el tren la interrumpió.
―Llegaremos a Hogwarts dentro de cinco minutos. Por favor, dejen
su equipaje en el tren, lo llevarán por separado al colegio.
―Deberíais de poneros ya las túnicas ―recomendó Rose.
Albus sentía su estómago revuelto y podía jurar que no era el
único nervioso; Roland estaba tan pálido como un fantasma.
―Perdonad, ¿os importa si voy con vosotros? Es que no conozco a
nadie ―casi les rogó. A ellos no les importó.
―En realidad, estoy algo asustada ―les confesó Rose―. Espero que
me pongan en Gryffindor, si acaso en Ravenclaw.
Albus intercambió una mirada acongojada con Roland pero en seguida
se dio cuenta de que él no comprendería del todo lo que eran las casas.
El tren aminoró la marcha hasta que se detuvo. Todos se empujaban
para salir al pequeño, oscuro y mojado andén, porque llovía a cántaros. Albus,
Rose y Roland se estremecieron bajo el frío aire de la noche.
―¡Primer año! ¡Los de primer año por aquí! ―dijo una voz conocida―
¡Los de primer año por aquí! ¿Todo bien, Albus, Rose?
La gran cara peluda de Hagrid rebosaba alegría sobre el mar de
cabezas.
―Venid, seguidme... ¿Hay más de primer año? Mirad bien dónde
pisáis. ¡Los de primer año, seguidme! ¡Cuidado con los charcos!
Se alegraron de hallarse en el centro de la multitud, así podían
estar juntos (y no pasar tanto frío). Caminaron por un sendero, a tientas, y
Albus sólo pensaba en una cosa: «no en Slytherin, no en Slytherin». Recordó lo que le había dicho su padre sobre que el Sombrero
Seleccionador tenía en cuenta las preferencias, así que multiplicó sus
esfuerzos en pensar «no en Slytherin» para que éste no dudase ni un momento.
―En un segundo tendréis la primera visión de Hogwarts ―exclamó
Hagrid por encima del hombro―, justo al doblar esta curva.
Se produjo un fuerte «¡ooooooh!».
Albus había escuchado muchas historias sobre el colegio; de sus
padres, de sus tíos, de sus abuelos… Incluso había leído Historia de Hogwarts, pero aun así, se sorprendió como el resto de
sus compañeros.
En la cima de una montaña, al otro lado del lago, había un
impresionante castillo cuyas ventanas relucían de forma borrosa tras la cortina
de lluvia.
―¡No más de cuatro por bote! ¡Y tened cuidado, el agua está
revuelta! ―gritó Hagrid, señalando a una flota de barcas alineadas en el agua,
al lado de la orilla. Albus y Rose subieron a uno, seguidos por Roland y un
chico pelirrojo que ninguno conocía.
―¿Te imaginas que se hunde? ―susurró Roland―. Yo no sé nadar.
Nadie le contestó, al parecer todos temían lo mismo.
―¿Todos habéis subido? ―continuó Hagrid, que tenía un bote para él
solo―. ¡Venga! ¡ADELANTE!
Y la pequeña flota de botes se movió al mismo tiempo, deslizándose
con dificultad por el lago. Todos estaban en silencio, contemplando el gran
castillo y los rayos que cruzaban el cielo mientras se acercaban cada vez más a
un peñasco.
―¡Caray! ―exclamó el muchacho pelirrojo con un marcado acento
escocés―. Como la lluvia aumente y dure, me veo el lago desbordado.
Al igual que cuando Roland expresó sus miedos sobre el hundimiento
del bote, se mantuvo el silencio.
―¡Bajad las cabezas! ―exclamó Hagrid, mientras los primeros botes
alcanzaban el risco.
Todos se agacharon y los botecitos los llevaron a través de una
cortina de hiedra, la cual escondía una ancha abertura. Fueron por un túnel
oscuro que parecía conducirlos justo por debajo del castillo, hasta que llegaron
a una especie de muelle subterráneo, donde treparon entre las rocas y
guijarros. Luego subieron por un pasadizo, saliendo finalmente a la sombra del
castillo, bajo una lluvia que se sentía igual que si les vaciasen sobre la
cabeza un cubo tras otro de agua helada.
―Vaya paseíto hemos tenido ―se lamentó Rose, tiritando mientras se
aferraba al brazo de Albus―. Con la ilusión que me hacía el viaje en barca.
Avanzaron a paso rápido por la escalinata de piedra que llevaba a
la gran puerta principal de roble. Albus, Rose y Roland sólo se pararon a
resollar cuando se hallaron a cubierto en el interior del cavernoso vestíbulo
alumbrado con antorchas y ante la majestuosa escalinata de mármol. Un anciano,
pequeño, delgado y vestido con una túnica azul oscura esperaba de pie sobre una
pila de libros. Albus supo en seguida de quien se trataba y sonrió.
―Aquí tiene a los de primer año, profesor Flitwick ―dijo el
guardabosques.
―Gracias, Hagrid ―respondió él, con cortesía. Su voz era tan
chillona como Albus la había imaginado.
Empapados y muertos de frío, vieron como el hombrecillo hacía que
la pila de libros se elevase unos centímetros del suelo y lo condujesen por un
camino señalado en el suelo de piedra.
―Seguidme por aquí, niños ―indicó.
Los llevó a una pequeña habitación vacía, lo cual no sólo
confundió a Albus (para su alegría), pues todos parecían haber creído dirigirse
al famoso comedor.
―Bienvenidos a Hogwarts ―dijo el profesor Flitwick―. El banquete
empezará dentro de poco, pero antes de que ocupéis vuestros lugares en el Gran
Comedor deberéis ser seleccionados para vuestras casas. Mientras estéis aquí,
vuestras casas serán como vuestra familia. Tendréis clases con el resto de la
casa que os toque, dormiréis en los dormitorios de vuestras casas y pasaréis el
tiempo libre en la sala común de la casa. Son cuatro, a saber: Gryffindor,
Hufflepuff, Ravenclaw y Slytherin. Cada casa tiene su propia noble historia y
cada una ha producido notables brujas y magos. ―Llegado a ese punto, Flitwick
paró a tomar aire, pero en seguida continuó―. Mientras estéis en Hogwarts,
vuestros triunfos conseguirán que las casas ganen puntos, mientras que
cualquier infracción de las reglas hará que los pierdan. Al finalizar el año,
la casa que obtenga más puntos será premiada con la copa de la casa, un gran
honor. La Ceremonia de Selección tendrá lugar dentro de pocos minutos, frente
al resto del colegio. Volveré cuando lo tengamos todo listo, así que, por
favor, esperad tranquilos.
Salió de la habitación. Roland tiró de la manga de Albus.
―Longbottom me dijo algo de un sombrero, ¿cómo es eso?
―El sombrero te lee la mente ―explicó Albus―. Los fundadores de
Hogwarts lo hechizaron para que éste supiera como era cada alumno y así
mandarlo a la casa correcta.
―¡¿Qué me lee la mente?! ―Roland parecía más intranquilo que nunca
y Albus se preguntó por qué le escandalizaba tanto, ¿qué podría pensar que
fuera tan malo?
«Cómo si todo lo que tú pensases fuesen
unicornios y arcoíris» le recriminó su conciencia.
―Eh, chicos ―los llamó Scorpius Malfoy mientras hacía aspavientos.
Estaba dos filas de alumnos detrás de ellos, junto a Delia.
―En marcha ―dijo la voz aguda de Flitwick, quien había vuelto
montado en sus libros―. La Ceremonia va a comenzar. Poneos en fila y seguidme.
Albus se puso detrás del chico pelirrojo que los había acompañado
en el bote, con Roland tras él. Salieron de la habitación, volvieron a cruzar
el vestíbulo, pasaron por unas puertas dobles y entraron en el comedor. De
nuevo recordó las historias de su padre (eran las mejores) y de nuevo admitió
haberse sorprendido.
Nunca se lo había imaginado tan espléndido.
El Gran Comedor estaba iluminado por miles y miles de velas, que
flotaban en el aire sobre cuatro grandes mesas, donde los demás estudiantes ya
estaban sentados. En las mesas había platos, cubiertos y copas de oro. En una
tarima, en la cabecera del comedor, había otra gran mesa, donde se sentaban los
profesores. Flitwick los condujo hasta allí y los hizo detener y formar una
hilera delante de los otros alumnos, con los profesores a sus espaldas.
Situados entre los estudiantes, estaban los cuatro fantasmas de las casas.
Albus volvió a levantar la vista para ver bien el techo de terciopelo negro
salpicado de estrellas.
―Es un hechizo para que parezca el cielo ―explicó a Roland, que
había ahogado un grito al ver a los fantasmas y los miraba con desconfianza―,
pero no el real, entonces veríamos la tormenta.
El profesor Flitwick, que aún seguía sobre sus libros, dejó un
taburete delante de ellos y puso encima el Sombrero Seleccionador.
Durante unos pocos segundos, se hizo un silencio completo.
Entonces el sombrero se movió, una rasgadura cerca del borde se abrió, ancha
como una boca, y comenzó a cantar:
Hace más de diez
siglos
que por Hufflepuff
fui tejido,
todo como un obsequio
para el valeroso
Gryffindor.
Mas no llegué a ser
regalo
pues el bravo
Slytherin
la sorpresa destapó,
y entre el león y la
serpiente
la discordia reinó.
Los cuatro amigos
sabían bien
que las mentes se
leer
por lo que ellos
llamaban
su mejor hacer.
Pero tranquilo, no te
asustes
que el husmear no es
mi disfrute.
Yo sólo cumplo mi
deber,
que no es otro que
saber
a qué casa has de
pertenecer.
Todo el comedor estalló en aplausos cuando el sombrero terminó su
canción. Entonces, el profesor Flitwick se adelantó con un gran rollo de
pergamino más largo que él.
―Niños, cuando os llame deberéis de sentaros en el taburete y
poneros el sombrero ―dijo―. ¡Alvion, Tobea!
Una niña pálida con coletas salió de la fila. El profesor Flitwick
le puso el sombrero y, tras un momento de pausa, éste gritó:
―¡RAVENCLAW!
La mesa de la izquierda irrumpió en vítores y aplausos mientras
Tobea corría, con la cara como un tomate, a sentarse en ella.
―¡Bardolf, Laura!
―¡SLYTHERIN! ―decidió esta vez el sombrero, creándole a Albus un
nudo en la garganta.
―¿Estás bien? ―le preguntó Rose mientras Laura iba a sentarse a la
mesa más alejada de la derecha―. Tienes mala cara, Albus.
Él cabeceó y se centró en la Selección.
―¡Barkwith, Isolda!
―¡SLYTHERIN! ―volvió a rugir el sombrero, haciendo que la mesa de
dicha casa estallara en vivas.
Brigella, Crysilda y Carter, Lucinda, también fueron seleccionadas
para Ravenclaw, pero Catchlove, Luna fue la primera nueva Hufflepuff de la
noche. El primer Gryffindor no llegó hasta que Cragg, Elias no se puso el
sombrero.
―¡Ajá! Contigo está muy claro ―había dicho el sombrero, creando
expectación, para al final decidir―: ¡GRYFFINDOR!
Y siguieron pasando alumnos por el taburete. Algunas veces, el
sombrero decidía al momento en que casa ponerlos, otras tardaba un poco más, como
cuando fue el turno de Fronsac, Mary.
―¡GRYFFINDOR! ―gritó después de casi dos minutos.
Albus estaba impaciente. Quería que llegase el momento de ponerse
el sombrero pero, por otra parte, temía que éste lo mandara a Slytherin,
entonces ya no habría vuelta atrás.
―¡Malfoy, Scorpius! ―llamó de pronto el profesor Flitwick.
El niño rubio que Albus había conocido en el tren, el hijo de
mortífago, se acercó despacio al taburete. Pasaron cuatro minutos que se
hicieron eternos hasta que el sombrero decidió dar la que sería la primera
sorpresa de la noche.
―¡GRYFFINDOR!
Al principio nadie aplaudió, y el comedor se sumergió en un
silencio incómodo. Algunos alumnos y también profesores miraban boquiabiertos a
Scorpius, como si no fuese posible que algo así acabase de pasar. Entonces,
alguien en la mesa de Gryffindor empezó a aplaudir y rompió el hechizo que
había sobre el salón, haciendo que el resto de alumnos también celebraran la
llegada de Malfoy a la mesa del extremo izquierdo.
―Ya verás cuando se lo cuente a mi padre ―le susurró Rose a
Albus―. Y, cómo vayamos nosotros también a Gryffindor, creo que tendremos que
hacernos amigos de él. ―Se tapó la boca con las manos para aguantar la risa.
El siguiente en la lista era McLaggen, Phillip, que fue a
Slytherin. Albus oyó como el profesor Slughorn se ponía en pie para aplaudir a
uno de sus preferidos. Ya quedaban pocos alumnos para ser seleccionados. A
Montz, Hester lo mandaron a Hufflepuff, a Nott, Ivy a Slytherin y a O’Flaherty,
Vera a Ravenclaw. Estaba ya tan cerca.
―¡Peakes, Liam!
El chico pelirrojo que estaba junto a Albus subió a ponerse el
sombrero. Acabó en Slytherin.
―¡Albus, es tu turno! ―le dijo Rose, con indisimulado nerviosismo.
En efecto, un segundo después el profesor Flitwick lo llamó dando
un chillido de emoción.
―¡Potter, Albus!
Mientras se acercaba al taburete pudo oír los murmullos de la
gente. Cuando se sentó todo volvió a quedar en un silencio expectante.
«No en Slytherin, no en Slytherin» iba ya él preparado.
El profesor Flitwick se acercó con el sombrero y, apenas éste le
rozó la cabeza, exclamó:
―¡SLYTHERIN!
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