domingo, 24 de abril de 2016

Fanfic: Harry Potter y el niño maldito II



Tras unos cambios en el horario os traigo el segundo capítulo del fanfic de El niño maldito, donde regresaremos al callejón Diagon para comprar el material de Albus.


Habían pasado tres años desde el día de la pelea de Albus y James, y algunas cosas habían cambiado en el número 12 de Grimmauld Place. Para empezar, los hermanos ya no compartían habitación porque Albus se había mudado al viejo cuarto de Regulus Black, frente a sus padres. Estaba muy dolido con James porque la bromita del alfil le había provocado un derrame en el ojo que le duraría toda la vida (ni con magia pudieron quitárselo en San Mungo). El mayor de los Potter, por su parte, había terminado ya su segundo curso en Hogwarts con el propósito de entrar en el equipo de quidditch cumplido; Harry y su tío Ron no podían estar más orgullosos de él. Albus, en cambio, iba a empezar primero en septiembre y temía que, tal y como vaticinaba su hermano, lo pusiesen en Slytherin. Lily siempre lo consolaba diciéndole que ellos dos pondrían firme a James en la sala común de Gryffindor.
―Ya verás, Al, Jimmy se va a enterar de lo que es bueno ―reía por lo bajo cada vez que hablaban.
Esos días de verano, la casa de los Potter estaba más alborotada que nunca. James se relamía sólo con pensar que tenía todas las vacaciones para chinchar a Albus, porque hacer rabiar a su hermano era muy fácil, más que con Lily que siempre le solía plantar cara y no se achantaba ante sus presuntas bromas.
―Buenos días, Al ―lo saludó él cuando vio que llegaba para desayunar.
Por toda respuesta, Albus gruñó y se sentó frente a él, al otro extremo de la mesa. Los dos empezaron a comer, cada uno a su manera. Albus leía Magia defensiva práctica y cómo utilizarla contra las artes oscuras mientras removía la leche y James, que lo miraba con avidez, había hechizado la cuchara para tener las manos libres y poder tirarle cereales a su hermano.
―¡Basta! ―gritó Albus cuando un trozo le dio en el ojo malo―. Mamá no quiere que uses la magia fuera de Hogwarts.
―Oh ―se burló James abriendo la boca de forma exagerada y mirando a su alrededor con falso nerviosismo―. ¿Y qué vas a hacer, Al? ¿Vas a chivarte? ¿Qué eres? ¿Eh? ¿Eres un Albus Chivatus?
―¡BASTA! ―Y la leche y los cereales del cuenco de Albus salieron despedidos a la cara de su hermano, manchándolo todo.
―¿Qué ha sido eso? ―Ginny Potter entró en la cocina como un huracán seguida de Kreacher. No tardó en darse cuenta de que el ojo de Albus se había enrojecido, lo que ocurría sólo cuando se enfadaba o cuando le daban un golpe―. ¡¿Qué has hecho, James?!
―¡HA SIDO ALBUS! ―gritó él.
―¡No he sido yo! ―se defendió él―. Ha sido James, me estaba molestando y-y-y yo, yo ―Albus se ponía nervioso cuando lo pillaban en una falta― no he podido controlarlo.
―Kreacher lo limpiará ama ―dijo el elfo de nariz de hocico―. A Kreacher no le importa…
―De ninguna manera, Kreacher ―se negó tajante Ginny―. No tienes que limpiar los desaguisados que provocan mis hijos con sus tonterías de niños e preescolar. ―Entonces, la madre empezó a dar órdenes―: James, haz el favor de ir a limpiarte, luego baja y recoge todos los cereales que hay por el suelo.
―Sí, mamá.
James se marchó y, desde la puerta y aprovechando que Ginny no miraba, le dedicó una mueca burlona a su hermano.
―Y tú, Albus… ―Ginny se acercó a él y cogió el libro que tenía en la mano―. ¿Cuántas veces tengo que decirte que a tu padre no le gusta que entréis en su despacho? ¿Cuántas?
―Lo siento, mamá, es que tenía ganas de aprender hechizos.
―Estos hechizos son de magia muy avanzada. Confórmate con el libro reglamentario de primer grado y punto.
―Vale. ―A Albus le costaba muy poco obedecer.
―Y haz el favor de limpiar la mesa.
―Sí, mamá.
―Niños ―suspiró a Kreacher mientras se dejaba caer en una silla―. Te chupan toda la energía pero, al mismo tiempo, no sé qué haríamos sin ellos.
Miró a Albus y, cuando lo vio limpiar la mesa con el paño empapado en leche, le sacó una sonrisa; siempre tuvo fácil tocarles la fibra sensible tanto a ella como a su padre. De todos, era el que más se parecía a Harry, aunque también el que menos en común tenía con él.
James regresó a la cocina y se rio de su hermano al verlo limpiar como un ordinario muggle. No lo dijo en voz alta, pero lo pensó.
―Que pringado, con lo fácil que es. ―Apuntó a los cereales y a los charcos de leche con su varita y, con voz clara, dijo―: ¡tergeo!
Toda la suciedad desapareció absorbida por la varita.
―¡James! ―gritó Ginny levantándose de un brinco―. Cuando te pedí que arreglases este estropicio…
―En realidad dijiste desaguisado ―la corrigió James― ¿Quién te ha enseñado esa palabra tan antigua? ¿El retrato de Phineas Niguellus Black?
Ginny bufó, cogió el ejemplar de Magia defensiva práctica y cómo utilizarla contra las artes oscuras y se lo lanzó a James, quien lo cogió con la destreza de un buscador de quidditch.
―Haz el favor de llevar ese libro al despacho, ¡YA!
James saludó a su madre como lo haría un militar y marchó de la cocina entre risotadas. Albus permaneció allí, limpiando como un pringado, según palabras de su hermano.
―Déjalo, Al, ya termino yo ―le dijo Ginny pensando que ya había sido demasiado y que, como siempre, era James el culpable de todo―. Ve a tu cuarto y… ―La frase de se quedó en el aire. El timbre la interrumpió.
Kreacher apareció entonces con Lily, James y un hombre muy alto, rubio y de rostro redondeado.
―¡Neville! ―se sorprendió Ginny dándole un abrazo― ¿qué haces aquí?
―Estaba por aquí cerca ―contestó con una sonrisa―. ¿Puedo pasar?
―Claro, claro, adelante.
―Me han encargado una misión oficial en Hogwarts ―explicó Neville―. Me han mandado avisar a un niño que vive en un orfanato de que tiene plaza en el colegio, de allí vengo.
―Creía que era el subdirector quien se encargaba de avisar a los magos que viven con muggles de que tienen plaza en Hogwarts ―se extrañó James.
―Como comprenderás, hijo ―explicó Ginny― el profesor Flitwcick resalta mucho entre los muggles.
―Y, qué ironía, lo hace por su altura que no es muy elevada ―bromeó Neville.
―Profesor Longbottom, ¿a qué mi hermano no estará en Gryffindor? ―cambió James de tema―. ¿A qué pega más en Slytherin o Hufflepuff?
―¿Y Harry? ―preguntó Neville en un intento de evadir la pregunta.
―Está en el ministerio, por lo visto han matado ―susurró esta última palabra― a un contrabandista de criaturas mágicas en Hogsmeade y creen que Hagrid podría estar implicado.
―Ah, me he enterado ―recordó Neville quitándole importancia al asunto―. Yo no me preocuparía, una vez Rolf me contó que tuvo una pelea con un mago en California y que éste vino hasta aquí para retarlo a duelo, a Luna le divierte mucho esa historia.
―A mí también me contó esa historia tío Rolf ―intervino Lily, con su particular alegría.
―Sí, los tratantes de criaturas mágicas son unos pendencieros como dirían Phineas Niguellus y mi madre.
―¡JAMES! ―gritó Ginny antes de romper a reír. Esas bromas eran ya demasiado para todos. Excepto para Albus que, harto de que su hermano mayor fuera el centro de atención, se marchó a su cuarto. En la puerta se leían las iniciales «A.S.P.» grabadas en una placa de plata.
Se echó en la cama nervioso y enfadado, siempre lo estaba cuando se mordía el labio inferior. Cogió un libro cualquiera de la estantería (Los cuentos de Beedle el Bardo, un regalo de su tía Hermione) y se echó a leer en la cama. No consiguió enfocar la vista en las letras de El corazón peludo del brujo por más que lo intentó, su atención estaba muy lejos de allí en ese momento.
«¿Y si me ponen en Slytherin?» pensó, con dolorido espanto.
No era el hecho de pertenecer a la casa de la serpiente (y de las ratas) lo que perturbaba al chico, sino el qué dirían. ¿Cómo se lo tomarían sus abuelos? ¿Y sus primos? Todos los que habían ido ya a Hogwarts eran de Gryffindor.
«No voy a estar en Gryffindor porque me da miedo lo que piensen los demás, soy un gallina, un cobarde, y para estar ahí hay que ser valiente».
Envidió a su primo Louis que, de todos, era con el que mejor se llevaba. Tenía su misma edad y siempre solían jugar juntos cuando los Weasley se reunían en la Madriguera. A principios de verano, en el cumpleaños de Hugo, sorprendió a todos con la noticia de que iría a Beauxbatons y no a Hogwarts. Él no tendría que preocuparse de si lo ponían en Gryffindor o en Slytherin, ya tenía bastante honor con ser el primero de la familia que se atrevía a marcar la diferencia.
Albus se aferró al colgante de plata, su amuleto de la suerte. Siempre le daba fuerza y le hacía sentirse protegido y seguro, como cuando estaba con su padre. Consiguió relajarse un poco, se levantó y salió al baño a lavarse la cara.
―No dejes que sepan de ti, que no conozcan tus debilidades ni tus secretos, no dejes que sepan de ti… ―se repitió una y otra vez―. Si quieres ir a Gryffindor, no dejes que el sombrero te lea la mente. No lo dejes.
Volvió al cuarto queriendo gritar pero, ¿qué iban a decir si lo oían? Cogió la almohada y se tapó la cara con ella, entonces chilló. No de rabia, no, lo hizo de impotencia.
―Jovencito, jovencito, ¿te encuentras bien? ―dijo una voz que sonaba preocupada.
Albus descubrió su rostro lleno de churretones por las lágrimas.
―¿Profesor Black?
―¡Gárgolas galopantes! ¿Ocurre algo?
Albus hipó y reanudó el llanto con más fuerza, siempre tapándose con la almohada para que no lo oyesen.
―Es-es-es sólo que-que ―intentaba decir entre sollozos― que to-todos espe-peran que-que…
―Calma, calma, tranquilízate y me lo cuentas.
El chico intentó respirar hondo, relajarse. No era la primera vez que hablaba con Phineas Niguellus Black, el viejo profesor siempre estaba interesado en oír a Albus porque, al parecer, era el Potter que mejor le caía.
―¿Se-se acuerda d-de cuando mi t-tío R-Ron me rega-galó l-la escoba? ―consiguió soltar casi de un tirón.
―Viniste aquí y también te alteraste mucho, sí.
―P-pues ahora i-igual. ―Volvía a llorar―. Todos esperan grandes cosas de m-mí, todos quieren que sea como mi p-padre p-porque s-sólo soy e-eso, el Hijo del Elegido. Todos creen s-saber sobre mí y n-no me dejan en p-paz. ―Respiró hondo de nuevo, estaba consiguiendo controlar los sollozos―. Quieren que juegue al quidditch, pero no me gusta volar.
―Con decírselo a ellos… ―le aconsejó Phineas Niguellus.
―Usted no lo comprende. Ellos esperan algo de mí y yo no puedo decepcionarlos. Mire a James, ha conseguido superar las expectativas y desprenderse de la imagen de mi padre. Ya casi nadie lo conoce como el Hijo de…
―Tu podrás hacer lo mismo ―insistió el retrato.
―James es bueno jugando al quidditch y está en Gryffindor ―siguió Albus―. Además, es… ¿Cómo decirlo? Él es… ¿El tipo de chico del que todos querrían ser amigo? Sí, creo que eso es lo que quiero decir.
―Bueno, tú has tenido amigos ya, ¿no?
―Sí, en la escuela muggle. Ojalá siguiera allí ―se lamentó Albus.
―¿En la escuela muggle? ¿He oído bien?
―Sí, profesor Black. Verá, para los muggles los Potter son una familia cualquiera, no nos molestan ni esperan nada de nosotros. A veces siento que sería mucho más feliz si no perteneciese al mundo mágico.
―¡Por las barbas de Merlín!
―Piense lo que quiera, lo que le digo es la verdad. Todos me presionan, quieren que sea de Gryffindor, que juegue al quidditch… Supongo que también querrán que siga los pasos de mi padre o que me ponga gafas. ¿Sabe una cosa? ¡Odio que me digan que me parezco a él! ¡ODIO SER UN POTTER!
―Joven, tranquilo…
―¡NO! ¿Sabe? Cuando fuimos a los Mundiales de Quidditch del 2014, una periodista estúpida me agarró y no me dejó ir porque quería que le contase, con pelos y señales, lo que se sentía al ser hijo de Harry Potter, del Elegido. ¿Y qué se suponía que debía hacer yo? ¿Mandarla a zurcir los calzones de Merlín? No, habría dado una mala imagen de mi familia.
―Albus…
―Nada de Albus, soy el Hijo del Elegido.
―Hijo del Elegido, escúchame, ¿quieres? Todos nos hemos sentido presionados por nuestro entorno alguna vez, incluso yo. No sé si sabrás que ser un Black es como ser de la nobleza…
―Mi padre me dijo que ya no hay nadie de la familia Black.
―Alguno habrá pero ese no es el caso. Lo que te intento decir es que no debes agobiarte. Estoy seguro de que saldrás adelante, de que a tu familia no le importará si no vas a Gryffindor ni aprendes a volar, porque son eso, tu familia, y siempre te apoyará y querrá. En cuanto al resto del mundo, ¿sabes que te digo? Que se coman la roña de Merlín.
Albus sonrió al retrato. Le caía bien el profesor Black.
―Gracias.
―No, gracias a ti por devolverme la fe en mi estirpe.
―¿Yo soy de su estirpe?
―Mientras vivas en esta casa, sí.
Albus recapacitó y pensó en las palabras de Phineas Niguellus. Por un lado creía que podía tener razón, pero, por otro, se sentía tentado de arrojarse al pesimismo y al abatimiento. Ardía y se asfixiaba dentro de sí mismo, de su nombre.
―Albus, óyeme una última cosa.
―¿Qué? ―preguntó enjugándose las lágrimas.
―Creo que eres un niño demasiado maduro para tu edad y eso está bien, sí, entiendes cosas que los demás no, ves más allá y todas esas pamplinas. ¿Comprendes por dónde voy? ―Albus asintió―. Tu gran error, tu único y gran error, es que no te aceptas a ti mismo y, mientras no lo hagas tú, no lo hará nadie. No ser  de Gryffindor o no saber volar no cambiará lo que eres, Albus Severus Potter. Así que aprende a quererte, en lo bueno y en lo malo.
Albus tuvo el consejo de Phineas Niguellus en la cabeza todo el día. ¿Acaso él no se aceptaba a sí mismo? Claro que sí. Lo que no aceptaba era ser un Potter y sentirse bajo la lupa de todo el mundo.
«¿No quieres estar en Gryffindor y aprender a jugar al quidditch? Rose, Hugo y Lily seguro que conseguirán las dos cosas», le picaba una vocecilla en su interior, una vocecilla que sabía muy bien que él quería estar en Gryffindor, no sólo para complacer a su familia, sino también para demostrarle a James que se equivocaba cuando decía que lo pondrían en Slytherin.
Se imaginaba la ceremonia de selección: el profesor Flitwcick lo llamaría y el sombrero, sólo con rozarle la cabeza, lo mandaría a Gryffindor. Mientras se sentase miraría a James y le sonreiría con alegría diciéndole «¿ves? No soy una rata».
Se lamentó de que Phineas Niguellus hubiera tenido que consolarle, aunque al momento se alegró de ello porque no deseaba que su padre pensase que era débil. Ya bastante había tenido en el cumpleaños de su primo Hugo, unas semanas atrás, cuando sus inseguridades lo dominaron. Todo pasó porque James le regaló a Hugo una snitch y dijo que esperaba jugar con él al quidditch en el equipo de Gryffindor. Albus, entonces, se sintió muy desplazado, como si su hermano prefiriese a su primo antes que a él, y se alejó del convite. Se fue a llorar al huerto, dolido, humillado y enfadado consigo mismo por no estar a la altura de lo que James esperaba de él.
«¿Te preocupa lo que él piense? ¿No recuerdas lo que te hizo en el ojo?». Pero Albus sabía que todo había empezado por mentirle a James, y que él era tan culpable como su hermano.
Entonces llegó Harry y lo descubrió, y Albus no supo dónde meterse.
―¿No te gusta la fiesta?
―Ni siquiera se han dado cuenta de que me he ido… ―contestó con la cabeza gacha.
―Yo sí ―dijo Harry agachándose para ponerse a la altura de su hijo.
―Papá…
―Albus ―se adelantó él―, ¿qué te pasa?
El niño miró a su padre a los ojos. Era como ver los suyos propios.
―Que por más que me esfuerzo en ser como James quiere, a mí no me gusta ser así.
―¿Y por qué tendrías que ser como James quiere? ―preguntó Harry con una sonrisa.
―Pues… Porque… ―El mismo fue el primer sorprendido por no tener una respuesta.
―Albus, nadie quiere que seas de ninguna manera, ni siquiera James. Eso sólo son imaginaciones tuyas.
―No ―repitió él―. James quiere que juegue al quidditch y…
―Albus, aunque James quisiese que fueses de algún modo, el único que puede decidir cómo debes ser eres tú mismo, ¿me entiendes?
―Creo que sí.
―Pues deja de hacer el tonto, dame un abrazo y volvamos a la fiesta.
Y Albus le hizo caso a su padre en todo. A su lado se sentía más que protegido.
―Te quiero, papá.
―Y yo también, hijo, y yo también…
―¡No! ―rio el chico―. Dímelo bien, dime «te quiero, Albus».
―Te quiero, Albus ―lo complació su padre también riendo.
En la cama, Albus volvió a reír al recordar aquello y, sonriente, se dejó dormir.

Al día siguiente, los Potter se levantaron temprano. Era el día que Ginny y Harry habían pedido libre para ir al callejón Diagon a por el material escolar.
―¿Y no podéis comprarme una varita? ―pedía Lily una y otra vez―. Prometo no usarla hasta el año que viene, por favor.
―Por quinta vez, Lily, no ―le dijo Harry intentando sonar serio.
―¡Jopé!
Albus, que se estaba desternillando con la discusión, abrazó a su hermana para consolarla.
―Yo te puedo dejar usar la mía una vez ―susurró de forma imperceptible― pero no se lo digas a nadie, eh.
A Lily se le iluminó el rostro al oírle decir eso.
―¿Lo prometes?
―Lo prometo ―aseguró él con una sonrisa.
Y en agradecimiento, la pequeña le dio un beso.
―Te quiero, Albus. ―Aquello volvió a recordarle al chico las palabras de su padre.
―Yo también te quiero, Albus ―se burló James poniendo una voz aguda y estúpida―. Dame un besito, chato.
―Cállate, idiota.
―¡Orden ahí atrás! ―pidió Ginny antes de que la cosa fuera a más.
Se bajaron en Charing Cross Road y esperaron a que Harry volviese de aparcar el coche. James le preguntó a su madre que por qué no habían viajado con polvos flu.
―Porque en estos días, la red se atasca. Todo el mundo parece querer salir por la chimenea del Caldero Chorreante. Además, es más fácil si lo cargamos todo en el coche, recuerda que el año pasado soltaste tu lote de libros antes de llegar a casa y nos los tuvieron que enviar desde Cardiff.
Harry regresó pasados diez minutos. Entraron en el pub y se demoraron otros veinte en saludar a la camarera y a los parroquianos. A ninguno de los Potter les extrañaba ya el baño de masas que se tenían que dar en situaciones como esas. Harry sabía que pasaría siempre, que el mundo nunca olvidaría que él venció a Tom Ryddle, pero aun así le abrumaba que lo felicitasen o que ancianas con lágrimas en los ojos le abrazasen como a un hijo.
No menos agobiados quedaban James, Albus y Lily. Si bien cada uno reaccionaba de forma distinta ante el hecho de ser hijo de una celebridad, todos coincidían en que les suponía un gran esfuerzo desligarse de la fama de su padre. James tuvo que luchar mucho para ganarse un lugar en Hogwarts durante su primer año, el recuerdo de Harry lo condicionó en un principio pero, pronto, gracias a su carisma y a su poco aprecio por las reglas, logró labrarse su propia reputación. Albus, en cambio, procuraba mantenerse detrás de su padre para no verse en la tesitura de tener que hablar con nadie, era un firme defensor del honor de su familia y no le hacía ninguna gracia la gente del Profeta, desconocidos varios que los asaltaban o cualquiera que fuese el que llegase admirando a los Potter. En su opinión, la gente se pasaba de agradecida con ellos. Y Lily, bueno, Lily era demasiado pequeña como para darse cuenta de lo que suponía su apellido, pero sí que le gustaba que le tomasen fotos y posaba ante la cámara mostrando toda su ricura junto a su madre y su conformista padre. Harry sabía que debía ser amable con los periodistas y con los lectores de diarios mágicos, pero le gustaban tan poco como a su hijo Albus.
No tardaron en separarse para llamar menos la atención. Harry, Ginny y Albus fueron a Gringotts, James y Lily se desviaron hacia Sortilegios Weasley.
―Creo que debería de comprar los libros ya ―dijo Ginny tras salir del banco, cuando pasaron ante Flourish y Blotts―. Está abarrotado y seguro que luego hay más gente.
―Está bien ―respondió Harry―. Albus y yo iremos a echarles un ojo a los niños y luego compraremos la lechuza y la varita.
―Yo no estoy seguro de querer una lechuza. ―No le oyeron. Sus padres estaban pendientes de un hombre que salía de la librería.
―¡Neville! ―se sorprendió Harry, y fue a estrecharle la mano.
―Hola, Harry. ―El profesor tuvo que hacer malabares para no dejar caer la pila de libros que llevaba.
―¿Son del niño del que me hablaste? ―preguntó Ginny.
―Sí, dentro de un rato verás cómo pesan.
―¿Dónde está? ―quiso saber Ginny mirando hacia el interior de la tienda.
―Nos separamos, lo vi hace un rato hablando con otro niño pero no me escuchó cuando lo llamé desde el fondo de la tienda.
―Nosotros vamos a Sortilegios Weasley ―dijo Harry―. Acompáñanos, a lo mejor ha ido allí. Así hablamos, que hace mucho que no nos vemos.
Neville accedió. En el camino puso a su eterno amigo al tanto de quien era Roland Wool, el huérfano.
―Es un niño un tanto difícil, eso me pareció. La gobernanta del orfanato me dijo que lo encontraron en la puerta cuando sólo debía de tener unos pocos días.
―¿Y no tiene ningún familiar?
―Ninguno. Hogwarts llevará la tutela en la sombra, como siempre pasa en estos casos.
―¿Y qué pasó cuando le dijiste que era mago?
―Que no se lo creía.
―Lógico ―rio Harry―. ¿Qué hiciste?
―En realidad, no sabía qué hacer. Fue él quien me pidió que le arreglase el libro que estaba leyendo, tenía la solapa casi despegada.
―Me habría gustado ver ese momento ―intervino Albus―. Siempre me he preguntado cómo reaccionaría un muggle al ver la magia.
―Y espero que te lo sigas preguntando siempre ―le dijo su padre―. Sería un escándalo que mi hijo quebrantase el Estatuto del Secreto.
Albus gruñó y Harry, que se dio cuenta en seguida de su error, le pasó el brazo por el hombro y le susurró.
―Tengo que decirte eso para quedar bien pero, que sepas, yo me salté esa ley una vez. Ya te contaré la historia.
Albus se sintió mejor, sonrió a su padre y siguió escuchando como Neville hablaba del tal Roland Wool.
El número 93 del callejón Diagon resaltaba entre el resto de edificios. Todos eran de ladrillo oscuro pero la tienda de los Weasley tenía sus paredes pintadas de azul cielo. Además, ningún otro local contaba con un muñeco móvil sobre la puerta que saludara quitándose el sombrero. En los escaparates, Albus vio luminosos fuegos artificiales de todos los colores que conseguían cegar a los viandantes. Dentro, en cajas amontonadas hasta el techo, estaban los surtidos salta-clases que los gemelos habían perfeccionado durante su inacabado último año en Hogwarts. El Turrón de Hemorragia nasal era el más popular, o eso les dijo una mujer de piel oscura y cabello largo y negro recogido en trencitas. Harry la saludó nada más verla.
―¡Angelina! ―Y se fundieron en un abrazo.
―Harry, no te veía desde el cumpleaños de Hugo ―le dijo ella―. ¿Cómo estás Albus?
Albus se encogió de hombros y centró su atención en los filtros de amor que había a su izquierda.
―¿Qué tal la vida civil? ―preguntó Harry a su antigua amiga.
―Algo aburrida, pero tengo cuarenta años, Harry, no tengo edad para seguir jugando al quidditch, no de esa forma al menos.
―¿A qué te refieres? ―se extrañó Harry
―De momento son sólo rumores, pero ―se lo dijo al oído― el Puddlemere United podría quererme como entrenadora la próxima temporada.
―¡Fantástico! ―Harry se alegraba de veras. Angelina había sido cazadora y capitana del Puddlemere United hasta hacía dos años. Cuando Fred entró en Hogwarts decidió retirarse. Ginny hizo algo parecido, había sido también cazadora de las Arpías de Holyhead pero en 2004 se retiró de forma prematura para formar una familia. Desde entonces trabajaba en la sección deportiva de El Profeta.
―¡Harry! ―George Weasley fue corriendo hacia él, derribando a su paso a unos niños que jugaban con las varitas falsas que había para exponer.
―¡Hola! ―A Harry le llamó la atención su melena pelirroja (así ocultaba que le faltaba una oreja), la cual seguía brillando con fuerza y estaba carente de canas gracias a un tónico muy popular.
―Neville, que sorpresa encontrarte aquí ―lo saludó a él también.
―Estoy en una misión de Hogwarts, acompañando a un niño que vive con muggles.
―Pues ten cuidado, amigo mío, me parece que se ha comido un regaliz de invisibilidad ―le advirtió buscando al chico con la mirada―. Los estamos perfeccionando aún pero a la gente no le importa comprarlos, aunque se te queda el aliento peor que si comes dragón tártara ―le confió a los dos en voz baja.
―No ―intentó explicar Neville, es que...
De pronto, un pitido agudo y ensordecedor sacudió la tienda. Neville y Harry se miraron extrañados y algunos niños se taparon los oídos. George, en cambio, parecía de lo más tranquilo.
―¿Qué ha sido eso? ―preguntó Albus.
―Creo que el Sonflux, muchas veces la gente no hace caso del cartel y lo toca ―les dijo Angelina―. Voy a acercarme a ver.
―¿Qué es un Sonflux? ―se extrañó Neville.
―Un nuevo invento de Sortilegios Weasley ―explicó George―. Compramos el prototipo a un mago alemán el año pasado, desde entonces lo hemos estado perfeccionando. La base está en un cuento muggle que trata sobre un flautista que encanta ratas ―Albus dio un respingo al oír esa palabra― y niños. El alemán tenía el modo de embrujar una flauta pero Ron y yo preferimos que fuese un sitar.
―¡Hablando del rey de Roma! ―exclamó Harry al ver aparecer a su mejor amigo―. ¡Ron!
―¡Harry! ―gritó el también, llamando la atención de los clientes más cercanos. Traía a un niño con él. Se saludaron con un abrazo y empezaron a reírse. Albus pensó en lo que le gustaría llegar a la edad de su padre conservando un amigo de la infancia (que no un primo).
―¿Le gustó a tu madre el concierto de Celestina?
―¿Ese en el que celebra sus cien años? ―se extrañó Ron.
―Para ese eran las entradas que le consiguió Ginny, ¿no?
―Claro, pero es dentro de un mes.
Harry contrajo las cejas extrañado y Ron se acercó a saludar a su sobrino.
―¿Qué pasa, campeón?
―¿Roland? ―saltó Neville, impidiendo que Albus contestase «nada» a su tío.
Todos se fijaron entonces en el chico que estaba detrás de Ron. Era un poco más alto que Albus pero estaba mucho más delgado, tenía los ojos grises (sin ningún derrame, por cierto) y el pelo castaño claro.
―Lo siento, profesor Longbottom ―se disculpó en un hilo de voz―. No debí separarme de usted.
Al momento aparecieron James y Lily.
―Ey, ey ―dijo el mayor de los Potter―. ¿No iréis a echarle la bronca, no? Con lo guay que es el chico, sería una pena.
―¿Guay? ―se extrañó Neville.
―¿Os conocéis? ―inquirió Harry, también confuso.
―De ahora mismo, ¿verdad, Lily?
―¡Sí! De ahora mismo ―corroboró la pequeña riendo―. Ha tocado el Sonlux.
―Sonflux… ―corrigió James.
―Ya les he reñido por no hacer caso de lo que dice el cartel pero, ¿de qué conoces a este niño, Neville?
―Estamos comprando el material de Hogwarts ―explicó mirando a Roland con autoridad―. Le perdí la vista en Flourish y Blotts.
―De verdad que lo siento ―repitió el niño―. Estuve hablando con un chico y me invitó a venir aquí.
―¿Y te vas sin decirme nada? ―Neville tenía las orejas coloradas―. Debiste de haberme avisado.
―Es que… Es que…
―¿Es que qué?
Para Albus y los suyos, la escena ya resultaba incómoda.
―Es que nadie… ―Roland miró a todos, estaba muy colorado―. Nadie me había invitado nunca a ir a ningún sitio.
Neville miró a Harry pidiendo ayuda, no sabía dónde meterse. Albus, en cambio, examinó a Roland con interés. Era el perfecto ejemplo de marginado, o al menos lo había sido hasta que James le puso una mano en el hombro para calmarlo.
―Tranquilo, Roland, te presentaré un montón de gente en Hogwarts ―le dijo desafiando a Albus con la mirada.
―Si queréis podéis venir con nosotros a por el resto del material ―los invitó Harry―. Aún tenemos que pasar a buscar la varita y la lechuza.
Neville aceptó. Roland también. James y Lily prefirieron quedarse en Sortilegios Weasley.
Volvieron a salir al callejón. Albus deseó que su padre fuera invisible para que dejasen de molestarlos todo el tiempo. ¿Acaso la gente no tenía otra cosa que hacer que detenerlos cada dos por tres?
Se dio cuenta de que Roland miraba con extrañeza a la gente que se acercaba a saludar a su padre y quiso explicarle el por qué, hablar con él, pero por alguna razón, el hecho de que James hubiera dicho que era guay, le creaba cierto rechazo sobre chico. Su hermano siempre lo estropeaba todo.
Llegaron a la tienda de animales, donde hasta el último centímetro de pared estaba cubierto por jaulas. Olía fuerte y había mucho ruido porque los ocupantes de éstas chillaban, graznaban, silbaban o parloteaban. Un par de sapos rojos, muy grandes, estaban dándose un banquete con moscas muertas y, cerca del escaparate, brillaba una tortuga gigante con joyas incrustadas en el caparazón. Harry le explicó a Albus que eran cangrejos de fuego.
―¿Para qué se usan? ―preguntó Albus señalándolos.
―Ya lo explicará Hagrid algún día, Al.
Había también serpientes venenosas de color naranja que trepaban por las paredes de la urna de cristal que las encerraban, un conejo gordo y blanco que se transformaba sin parar en una chistera de seda y volvía a su forma original haciendo «¡plop!», gatos de todos los colores, una escandalosa jaula de cuervos, un cesto con pelotitas de piel que zumbaban y hacían ruido, una enorme jaula llena de ratas negras…
―Id pensando que lechuza queréis ―dijo Harry a los niños que, por primera vez, se miraron a los ojos. Los dos tenían miedo de hacer el ridículo. Uno ante su padre, otro ante desconocidos.
―No quiero una lechuza ―respondió Albus con firmeza.
―¿Un gato tal vez? ―sugirió Harry extrañado. Una lechuza era lo mejor en su opinión.
―No ―repitió Albus.
―¿Un sapo? ―Harry rezaba porque su hijo no quisiera un sapo.
―Por favor, papá, se reirán de mí.
Neville tragó saliva, pero Albus no se dio cuenta de que sus palabras habían ofendido al profesor de Herbología.
―¿Entonces qué quieres? ―No sabía a qué jugaba su hijo. Si no quería ni una lechuza, ni un gato ni un sapo, ¿qué iba a comprar?
Albus se paseó de nuevo entre las jaulas, pasando ante el cangrejo de fuego y las serpientes. Llegó a las jaulas de los hurones y uno en particular le miró, comenzó a dar saltos y se enrolló como si le avergonzase la ávida atención que Albus Potter le procesaba.
―Quiero esta lechuza ―dijo mirando a la pajarera que había sobre la jaula del hurón. En un primer momento le llamó la atención el bicho, pero él, igual que su padre, creía que una lechuza era lo más útil.
A Harry el cambio de opinión de Albus le molestó un poco, pero lo consintió y compraron el animal.
―Es un carabo norteamericano ―informó la bruja del mostrador―. Serán quince galeones.
Era una lechuza de cara pálida con aros oscuros alrededor de los ojos, la parte superior de su plumaje estaba moteado con grises y la  inferior estaba marcada con oscuras rayas horizontales en el pecho y verticales en el vientre.
―¿Cómo lo llamarás? ―tuvo curiosidad Roland, era la primera frase que intercambiaban.
―No lo sé, buscaré un nombre chulo ―respondió Albus dedicándole una sonrisa breve.
Ahora era le tocaba al otro elegir mascota.
―Neville, yo sí que no quiero una lechuza.
―Pero con las lechuzas podemos comunicarnos ―saltó Albus―. Mandar cartas y eso, son muy útiles.
―¿Con quién voy a comunicarme yo si no tengo a nadie? ―le contestó Roland―. Profesor Longbottom, ¿usted que llevó a Hogwarts?
―Un sapo ―respondió con las orejas de nuevo coloradas―. Se llamaba Trevor, me gustó porque mi tío abuelo Algie, que fue quien me lo regaló, me contó que en la antigüedad era raro encontrar sapos que murieran de viejos; los muggles y los brujos los consideraban demasiado mágicos y los mataban, así que me propuse cuidar a uno hasta su muerte.
―¿Y lo conseguiste?
Neville asintió.
―De todos modos, no me gustan los animales ―reconoció mirando las jaulas―. Y mucho menos los pájaros, los odio.
―¡Ay, no! ―exclamó de golpe la dependienta.
Todos miraron al suelo (donde ella miraba) y vieron una cría de gato, muy pequeña.
―Lo siento ―se disculpó la bruja―, una kneazle parió hace poco, un cruce indeseado con el gato de Madame Malkin. Alguien tendría que enseñarle a vigilar a su mascota… ―explicó molesta.
―Me lo llevo ―dijo Roland cogiendo al gatito que maulló y ronroneó. El chico se fijó en que su cara parecía aplastada, como si se hubiera chocado con algo.
―Pero, querido, un kneazle…
―Está solo, como yo, por eso me lo llevo ―cortó él―. Ambos nos haremos compañía.
La bruja desistió y le cobró. Era la hora de ir a por las varitas.
―Creo que le pondré Menelaus ―decidió Roland una vez salieron.
―Yo ya pensaré cual le pongo a mi lechuza cuando llegue a casa, aunque me han entrado ganas de ponerle Minerva ―le dijo Albus acercándose a él.
―La profesora McGonagall nos mataría, hijo, piensa otro ―rio Harry.
Siguieron calle arriba. Albus creyó que el cuello de Roland se dislocaría por mirar como un loco a todos lados. Cuando pasaron ante una droguería en la que se vendía hígado de dragón, se emocionó mucho.
―¿Los dragones existen?
―Igual que los unicornios ―respondió Neville divertido ante el asombro del niño sobre algo que para él era normal.
La tienda de Olivander era de las últimas del callejón, de mal aspecto y bastante anticuada a simple vista. Sobre la puerta se leía «Olivander: fabricantes de excelentes varitas desde el 382 a.C.» y en el escaparte, sobre un desteñido cojín, se podía ver una única varita solitaria cubierta de polvo. Entraron y Olivander, el hijo del hombre que había vendido a Harry su varita veintiséis años atrás, los recibió.
―Buenos días, señores ―saludó el fabricante de varitas.
―Buenas, ¿cómo está, Gael? ―preguntó Harry, con cortesía.
―Bien, no me puedo quejar. Echando de menos a mi padre pero, ¿qué le voy a hacer? Debería de darme con un canto en los dientes porque la esperanza de vida de un mago sea de ciento treinta años, ¿no? ―Se echó a reír, pero a Albus le pareció que la situación tenía poca gracia―. Supongo que el joven Potter querrá una varita ¿no? Si me permite, le daré a probar con mis propias invenciones. ―Se acercó a una estantería y cogió una caja―. Olmo, veintitrés centímetros y pelo de unicornio, muy elástica ―pero se la quitó apenas se la dio.
Albus probó muchísimas varitas, tantas que Harry llegó a tener sensación de déjà vu.
―No te angusties ―le dijo su padre― habrá una varita para ti, siempre la hay.
Roland y Neville observaban estoicos como las cajas se iban amontonando en el mostrador.
―Cuanto más tardemos mejor ―aseveró Olivander con una sonrisa―. Eso significa que será una varita exigente con su dueño, el cual hará cosas grandiosas, sí, el poder de una varita nueva es inconmensurable ―dijo para sí mismo mientras revolvía en los estantes. De pronto, bajó de la escalera y corrió hacia la zona más oscura y sucia de la tienda―. Acabo de tener una especie de epifanía, señor Potter ―explicó al volver con una cajita llena de polvo―. Esta varita es muy muy especial, la fabriqué yo hace unos cuantos años en una visita que hice a una reserva de snidgets. Pude hacerme con la pluma de uno, con permiso por supuesto ―alegó al ver la cara de Harry―, e investigar y conseguir convertirla en un núcleo para una varita muy especial. Verán, los núcleos no siempre funcionan con la madera adecuada, por ejemplo, es muy raro que las plumas de fénix congenien con el roble o el acebo, por ello hallar la varita en la que poder incluir mi pluma de snidget fue una tarea ardua, larga y, por qué no decirlo, divertida también. ―Abrió la caja y Albus pudo ver una varita recta, pulida, hecha de una madera gris con adornos en tonos dorados―. Está hecha de peral, madera que da lo mejor de sí en las manos de aquellos de corazón cordial y generoso. Los poseedores de las varitas de peral son, en mi experiencia, populares y respetados. No conozco ningún caso de una varita de peral que haya estado en manos de un mago o una bruja oscuros. Además, las varitas de peral se encuentran entre las más resistentes y he observado que casi siempre presentan una apariencia nueva, incluso habiendo sido utilizadas mucho durante años. Así que, resumiendo, señor Potter ―concluyó dándole la varita―: peral y pluma de snidget, veinticinco centímetros y tres cuartos, muy rígida o inflexible, si lo prefiere.
Albus cogió la varita y ésta lanzó chispas doradas que se convirtieron en polvo pululante a su alrededor.
Lo había elegido.
―¡Fabuloso! ―se emocionó Olivander.
Llegó el turno de Roland
―Ten ―dijo el anciano ofreciéndole una varita―. Cedro y pelo de cola de unicornio, veinticuatro centímetros y medio, un poco flexible.
Roland la agitó e hizo estallar la lámpara de aceite del mostrador.
―¡Lo siento! ―gritó al momento.
―Han ocurrido cosas peores ―y en seguida arregló el estropicio con un simple aireo de su propia varita.
―Guau ―exclamó Roland provocando una sonrisa en todos, salvo en Albus.
―Espera un momento ―indicó Olivander subiéndose de nuevo en la escalera y rebuscando entre las cajas―. Ajá, sí, podría ser pero... ―Bajó examinando la caja―. Verá señor…
―Wool, Roland Wool.
―Señor Wool, recuerdo todas las varitas que he fabricado a lo largo de mi vida, todas y cada una de ellas, en eso he salido a mi padre. Las que no, las identifico al momento. Esta que ve usted aquí no la fabriqué yo.
―¿Quién entonces?
―Mi hermana Grace. Le encantaba el arte de las varitas, a toda nuestra familia le apasiona, pero murió antes de fabricar una más que esta y creo, creo que es la hora de despegarme de ella, así que ten: treinta y un centímetros y cuarto, ciprés y nervios de corazón de dragón, sorprendentemente susurrante.
Roland tomó la varita en sus manos, era un poco hosca y retorcida y por poco se le cae. Cuando sus dedos rozaron el artefacto mágico, éste lo envolvió en un halo de aire caliente.
―Siento que… ―intentó explicar el chico.
―Que es la correcta. La varita elige al mago, señor Wool, no lo olvide y, por favor, cuide esa varita, es muy valiosa para mí.
Roland sonrió.
―Tome los siete galeones ―dijo sacando las monedas del bolsillo.
―No, de ninguna manera, la primera varita que se fabrica nunca se cobra, trae mala suerte, se dice que es la Fortuna del Avaro. Un ascendiente mío, Geuclion, lo hizo y durante los noventa años que estuvo al frente del negocio todo fue un caos.
Harry le tendió la mano a Olivander una vez más y se despidieron. Fuera, los chicos corrieron a comparar las varitas.
―La tuya es muy bonita ―dijo Roland a Albus.
―La tuya mola más, es como salvaje.
―Guardadlas ahora mismo ―ordenó Harry―. No quiero que hagáis magia sin querer.
Los dos obedecieron y se sonrieron. Entonces Albus empezó a preguntarse qué podría haber visto de guay James en Roland.
«Lo ve guay porque tú eres un muermo» razonó su voz interior, haciéndole sentir inseguro de nuevo.
Volvieron a El Caldero Chorreante, donde almorzaron los Potter al completo, Neville, su esposa y Roland. La señora Longbottom, o Hannah como se empeñaba en que la llamasen, era una mujer rubia de rostro sonrojado que hablaba con ansiedad de los niños (aún no había sido madre). Había llegado con un delicioso pastel de riñones casero, algo que Roland no había probado nunca.
Albus oyó como James, quien se había sentado junto a Roland, le contaba que Hannah era la enfermera de Hogwarts y que tenía una lechuza blanca que le había regalado su padre.
―¿Qué tiene que ver que ella sea enfermera con que tengas una lechuza? ―preguntó Roland arqueando una ceja.
Pero James lo hizo callar con un ademán y siguió diciéndole que le había llamado Fingal por un mago de Irlanda apodado Fingal el Sin-Miedo, campeón de aingingein, un deporte mágico irlandés que consistía en atrapar una vesícula biliar de cabra y pasar a toda velocidad a través de toneles ardientes colocados a gran altura sobre postes. La vesícula tenía que ser arrojada a través del último tonel.
―Ese juego es una locura ―había dicho Roland, que aún no veía la relación con que Hannah fuese enfermera―. ¿Cómo se va a jugar con una vesícula?
Pero James no le echó cuenta y también le contó, mientras se despeinaba cabello una y otra vez (el gesto que Albus más odiaba en el mundo de su hermano), que desde el año anterior era buscador del equipo de quidditch de Gryffindor, lo que le llevó a explicarle en qué consistía el quidditch y cómo era la alineación de Gryffindor.
―Verás, el quidditch es muy antiguo, tiene su origen en la Edad Media, hace ocho siglos. Unos magos estaban en el pantano de Queerditch para practicar el nuevo juego que habían inventado. Usaron sus escobas, una pelota de cuero y dos rocas encantadas para que derribasen a los jugadores de sus escobas. Ese fue el nacimiento del quidditch. Jugando me hecho un montón de lesiones y he acabado en la enfermería, ea, ahí tienes la relación con Madame Longbottom. El quidditch es el deporte más importante, el aingingein es más secundario y mi lechuza se llama como un campeón. ―Y se despeinó una vez más mientras atacaba su pastel de riñones.
―No creo que debas tocarte el pelo comiendo ―apuntó Roland con una sonrisa perversa. El comentario a Albus lo pilló de sorpresa, pero le hizo tanta gracia que hasta lloró de la risa. No se le antojaba nada más placentero que ver a James como objeto de burla. Tal vez ese Roland no era tan guay como su hermano creía.

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